Tribuna de Alvaro Carcel.


En el ámbito empresarial, existe una amplia literatura sobre el concepto de liderazgo. ¿Qué es un líder? ¿Qué cualidades tiene un buen líder? ¿Y un mal líder? Cuando hablamos de capacidad de liderazgo, ¿qué significa?

Obviamente, existen una serie de cualidades o características en las que la gran mayoría de nosotros nos pondríamos de acuerdo. Por ejemplo, como norma general, la empatía suele considerarse una cualidad de un buen líder, así como el “micromanagement” lo atribuiríamos a un mal líder.

Pero no existe una respuesta evidente a las anteriores preguntas. De ser así, abundarían los buenos líderes. Y parece que no es el caso. De hecho, un estudio reciente del Foro Económico Mundial, señala que el 86% de los encuestados afirman la existencia de falta de liderazgo en sus organizaciones por parte de los equipos directivos. Nada más y nada menos.

Por otro lado, creo firmemente que no existe un concepto universal de “buen liderazgo”; en función del contexto, momento o cultura de la organización, funcionará mejor un tipo de liderazgo u otro. Por ejemplo, no es lo mismo liderar una empresa en plena expansión, que una empresa atravesando una crisis de reputación que le ha supuesto entrar en pérdidas y recortar plantilla. 

Estamos atravesando un período ruidoso, turbulento. Hay mucho ruido ahí afuera. Covid, crisis de suministros, tensiones políticas y territoriales, inflación, posible burbuja inmobiliaria, digitalización, blockchain, criptomonedas, metaverso…En definitiva, es un momento donde la única constante es la inestabilidad. Ya lo predijo Heráclito hace 2500 años: lo único constante es el cambio.

Y los seres humanos, tenemos la propensión a imitar aquello que vemos a nuestro alrededor. Si la persona que tenemos al lado sonríe, devolvemos la sonrisa. Si la persona que tenemos al lado alza la voz, alzamos la voz. Y ello genera un determinado entorno. 

Y si el entorno es ruidoso, ¿el líder debe responder con más ruido?   

¿Debería ser así?

En mi opinión, la respuesta es clara, y es un rotundo no. 

En este artículo reivindico el liderazgo silencioso. Y me refiero a aquellas personas reflexivas, tranquilas, y humildes. Personas comprometidas, con capacidad para ejecutar con agilidad las tareas más tácticas del corto plazo, pero que mantienen la perspectiva puesta en el largo plazo, incluso y a pesar de los cambios constantes. Personas comprometidas con un proyecto, que no saltan de rama en rama, en función de cómo sopla el viento o las modas del momento. Personas, que delegan porque confían. Personas que reconocen sus errores, y buscan proactivamente el feedback. Personas que, frente al caos, paran, respiran, reflexionan y se adaptan.

Como en la leyenda del roble y el junco, en la que el fuerte roble se burlaba del junco: “Yo soy grande y tengo poderosas ramas. ¡Qué pequeño e insignificantes eres!”. Y ya sabemos todos como terminaron cada uno de ellos cuando llegó el huracán. 

En definitiva: está claro que hay una serie de cualidades que han sido las predominantes hasta la fecha, y que han configurado la concepción de liderazgo que impera todavía hoy. La extroversión, el carisma, la pasión, las opiniones fuertes, la capacidad de influenciar e imponer puntos de vista…todas ellas cualidades que pueden ser positivas, sin ninguna duda. Especialmente en su justa medida, y en determinados entornos más que en otros. 

Pero creo que es un buen momento para bajar el tono, reducir decibelios, observar, identificar oportunidades, y ponerse a trabajar con los equipos, sin buscar protagonismo. Convencer, sin imponer. Evolucionar y mirar hacia delante, honrando lo que se ha logrado hasta la fecha. 

Y sobre todo, enfocar a los equipos, ayudándoles a hacer algo tan básico pero tan difícil: diferenciar entre lo importante (estrategia) y lo urgente (en muchas ocasiones, mero ruido).